Cuando
un emprendedor arranca un negocio, pone altas expectativas en la prosperidad y
mejor calidad de vida que le garantiza el tener éxito con su proyecto. Pero hay
un desafío mayor en el que todos ganan y que es, al final, la verdadera razón
de emprender: adaptar el negocio para que adquiera un alto y constante
crecimiento. Porque si todos los pequeños y medianos empresarios de México
asumieran esta responsabilidad, el país agilizaría su economía, su
competitividad y disminuiría el desempleo.
Sin
embargo, esto no está sucediendo. De 2002 a la fecha, las Pymes mexicanas
pasaron de aportar 52% del Producto Interno Bruto (PIB) a sólo 34%, según un
estudio de la firma consultora Salles, Sáinz-Grant Thornton. Un dato alarmante
si se contempla que de las más de cuatro millones de empresas existentes en el
país –según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi)– 97% son
MiPymes y en su conjunto aportan el 73% de los empleos a nivel nacional.
Por
paradójico que parezca, que las Pymes aporten menos al PIB no significa que
haya disminuido el emprendedurismo nacional. De 2005 a 2010, la población
adulta que se involucra en comenzar un negocio propio o en sociedad pasó de 4.6
a 8.6%.
Ya
no basta abrir negocios: hay que asumir el compromiso de crear compañías
prósperas desde el arranque, no importa su tamaño. “De otro modo, se crea un
‘Frankenstein’ que, un buen día, se va a autodestruir; lo que afecta al
empresario y a todo el personal involucrado”, sentencia Rigoberto Acosta,
director general de la firma de coaching y asesoría empresarial Coach
Latinoamérica.
El
diagnóstico que dan tanto la Secretaría de Economía (SE) como la Confederación
de Cámaras Industriales (Concamin), es lapidario: los emprendedores no tienen
buenas prácticas de negocio ni de administración, y por eso sólo uno de cada 10
sobrevive a los primeros cinco años de gestión. En resumen, hay más
“changarros” que verdaderas empresas. Lo que en primer lugar no es bueno para
el negocio, y en segundo para el emprendedor.
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